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Inocencia

Inocencia

    La abuela dejó de mecerse y la silla silenció sus lamentos. Suspiró como si un recuerdo le acariciara la memoria. Sus ojos se apartaron del libro para fijarse en sus nietos. Estaban absortos, quietos, pero con una sonrisa amplia. Ver tanta bondad en sus rostros la conmovió. Por momentos se miraron e hicieron gestos. Volvió sobre el libro y, con voz suave y pausada, retomó la lectura. Leyó el final. De nuevo el silencio se aposentó en la sala. La abuela volvió a mecerse y la silla reanudó sus lamentos. Preguntó si les había gustado la historia.

-Los sapos no hablan –dijo Anita.

    -En los cuentos sí –respondió la abuela.

    -¿Todos los sapos hablan?

    -Si son príncipes, sí.

    – ¿Ÿ si fuera un príncipe mudo?

    -No hay príncipes mudos.

    -¿Por qué?

    -No podrían mandar.

   -¿Y si era mudo?

    -Tendría que hacerse entender por señas. Pero no hay príncipes mudos.

    -¿Si la princesa no lo besa, se hubiera quedado sapo para siempre? –preguntó Danielito.

    -Si ella no lo besa no hay cuento.

    -Podría ser el cuento de un príncipe que se queda sapo para siempre.

    -No conozco ninguno.

    -Qué asco besar sapos, abuelita –dijo Anita.

    -El amor es tan fuerte que permite besar sapos.

    -Yo nunca voy a besar sapos.

    -Hay sapos que parecen príncipes.

    -No entiendo.

    -Cuando sea el momento lo entenderás.

    Lo atraparon. Sabían que no podían dejarlo escapar. Lo esperaron durante dos días, sentados en el corredor, repitiendo las historias de la abuela, planeando cómo hacerlo. A veces miraban al cielo y recordaban los días de lluvia. Después de ellas, de salto en salto, llegaban hasta el patio. Vieron algunas nubes oscuras y se alegraron. Sabían que si llovía la tarea se les facilitaría. No cayó ni una gota pero se sintieron felices cuando lo vieron. Corrieron hasta él y le tiraron un costal encima. Lo guardaron en una caja hasta el día siguiente. Muy temprano fueron al terreno baldío que estaba cerca de la casa y lo sacaron. Anita le puso un palo encima mientras Danielito lo clavó. Se sentaron a esperar pero no escucharon ni siquiera un lamento. Estaban impacientes por escucharlo hablar.          

    -¡Habla! –dijo Danielito, casi gritando.

    Nada. Sólo un silencio matizado por el rumor de la quebrada y el viento entre los árboles.

    -Oblígalo –dijo Anita.

     El bisturí del tío Alberto facilitó la misión. Tomarlo de la caja de herramientas fue la primera parte de la misión. La segunda parte fue la captura. Danielito hizo un corte superficial. La piel se abrió y dejó ver una carne blanca de la que brotaron pequeñas gotas de sangre que cayeron en la tabla y luego resbalaron hasta la tierra. Esperaron algunos segundos pero el silencio continuó.

    -¡Habla, habla! –gritó de nuevo Danielito.

    Siguió callado.

    -Tal vez no nos entiende –dijo Anita.

    -Tonta. Nos diría algo, así fuera en inglés.

    Hizo un corte más profundo. El flujo de sangre aumentó pero nada. Ni una palabra. ¡Habla, habla! Gritaba, mientras Anita lo punzaba con un palo. El sapo sólo se retorcía cuando Danielito hacía un nuevo corte.

    -¡Diga algo!–gritó Anita.

    -Tal vez está asustado –dijo Danielito.

    -¿Por qué?

    -Pensará que somos los malos.

    -¡Nosotros no somos los malos! –le gritó.

    -Tal vez es mudo.

    -Mi abuelita dijo que no había príncipes mudos.

    -¿Tú le crees todo a la abuela?

    -A veces.

    -¿Lo soltamos?

    -No. Se nos va. Si dice algo lo dejamos ir.

    ¿Y si no dice nada?

    -Tal vez es una princesa.

    -Es un príncipe –aseguró Danielito.

    -¿Por qué?

    -No ves que es un sapo. Las ranas son más pequeñas.

    -¿Y por qué no habla?

    -Tal vez no hablan mientras son sapos.

    -Sí hablan. Acuérdate de la película del Ogro. Ahí habla el rey convertido en sapo.

    -¿Y si le das un beso?

    -¡Guácala! Mejor córtale una pata a ver si dice algo.

    Danielito tomó el bisturí, hizo el corte. No se movió, no dijo ni una palabra.

    Se reunían dos veces por semana. Los demás miembros de la familia los dejaban solos. Estaban de acuerdo con las razones de la abuela: las historias y los cuentos nos hace mejores seres humanos, nos enseña a querer más a las personas y a los animales.

    Los niños, sentados en el piso, escucharon, felices porque la abuela empezó una nueva historia. Al terminar fueron al cuarto y antes de dormir planearon lo que harían al día siguiente.

    Luego de desayunar fueron al solar y la atraparon. Habían visto que se acercaban cuando su madre les tiraba el maíz. Chapaleó pero entre los dos la amarraron. Siguió moviéndose. Danielito la golpeó en la cabeza para que se apaciguara. Anita separó las plumas y Danielito hizo los cortes. El bisturí cortaba con facilidad la carne blanca y suave. El animal se sacudió. Quieta, decía Anita, y le daba golpes en la cabeza. Danielito tenía una maestría de cirujano. La abrieron totalmente, escarbaron, buscaron, y no encontraron nada.

    -Esta no era –dijo Anita.

    -No tiene huevos de oro ni de nada. Tal vez es la colorada –dijo Danielito.

    -¿Si mamá pregunta qué le decimos?

    -Le decimos que no la hemos visto. Que no sabemos.

    La tiraron a la quebrada. Se perdió aguas abajo.

    Anita recibió el libro, lo miró y se lo pasó a su hermano. Por las buenas notas, dijo su padre. Con Danielito eran los mejores de la clase, con un comportamiento excelente, según palabras de la profesora. Danielito se detuvo en la portada. Le llamó la atención la personita con alas que flotaba al lado del niño que volaba con una espada en la mano. Leyó el titulo y recordó que la había visto en la televisión. A la noche Anita le entregaron el libro a la abuela y le pidieron que se los leyera. Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy… empezó la abuela, y los niños se deslizaron detrás de sus palabras. Su acento delicado los envolvió en una ensoñación de la que salieron sólo para mirarse e intercambiar algunos gestos. Campanilla os ayudará, basta con que eche un poco de polvo mágico para que podáis volar, continuó la abuela.

    -¿Crees que me parezco a Campanilla? –preguntó Anita

    -Claro que sí –respondió la abuela.

    -¿Y yo a Peter Pan?

    -Eres como Peter Pan.

    Sonrieron felices. Luego de todas las aventuras en el País del Nunca Jamás, el malvado Capitán Garfio pagó por todas sus fechorías. Los niños perdidos pudieron vivir felices para siempre.

    Terminado el cuento la abuela aprovechó para dales la noticia: El fin de semana viene la tía Helena. Van a conocer a la primita. Tiene cuatro añitos y es una princesita hermosa, igual que ustedes. Sé que van a llevar muy bien y la van a cuidar, les dijo.

    La tía Helena llegó el domingo a la mañana. Después de los abrazos les presentó a la primita. Vestía de rosado, incluso las medias que se perdían entre sus zapatitos de charol, relucientes como los zapatos de todas las princesas. Tenía sobre su cabeza una balaca también rosada que recogía su pelo rubio. Sus ojos azules relucían. La tía ocupó la habitación de huéspedes y a la niña le hicieron lugar en el cuarto de Anita y Danielito. Jugaron casi todo el día, le mostraron sus juguetes y recorrieron la casa. Al día siguiente la llevaron al solar.

    -Aquí hay príncipes –dijo Anita.

    -Pero no hablan –complementó Danielito.

    Le contaron la historia del sapo. La niña hacía muecas, asustada.

    En la tarde la tía salió con la princesita. Anita y Danielito se quedaron en su cuarto.

    -Yo seré Campanita.

    -Y yo Peter Pan.

    -No, ese no. Necesitamos un malo. Siempre hay un malo.

    -Entonces el Capitán Garfio.

    -¿Y ella?

    -Que sea Wendy

    -Está muy chiquita.

    -No importa. Es un cuento.

    -¿Y el polvo mágico?

    -Yo lo consigo.

     Cuando regresaron, llevaron a la niña al segundo piso. Danielito miró por la ventana. Era verano. El cielo estaba más reluciente que nunca.

    Los paramédicos que llegaron estuvieron de acuerdo en que había sido una suerte que la niña cayera sobre el césped. Les preguntaron una y otra vez qué había pasado. La respuesta siempre fue la misma: estaban jugando, Danielito era el Capitán Garfio que las tenía prisioneras, que ella escapó y él la persiguió por las otras habitaciones. Cuando regresaron no la encontraron. Miraron por la ventana y la vieron. Fue cuando gritaron y pidieron ayuda.

    Los exámenes demostraron que además de contusiones la niña no tenía nada de gravedad. Se recuperó en pocos días. Todavía le quedaba casi una semana para jugar con sus primos. Acordaron tener la ventana cerrada.

    Con la visita de la tía Helena, la abuela no los había vuelto a convocar para leerles. Fue idea de Danielito que lo hiciera de nuevo. Esta vez la primita estaba entre el auditorio. 

    A la mañana siguiente Danielito dirigió la batalla entre dinosaurios y guerreros. Anita y su primita jugaron con las muñecas.

    -¿Tu mamá por qué siempre te dice princesa? –preguntó Anita.

    -No sé –respondió la niña.

    -¿Crees que eres una princesa?

    -No sé.

    -¿Te gustaría ser princesa?

    -Sí. ¿Y tú?

    -Podría ser la bruja.

    -Y Danielito.

    -El príncipe.

   -¿Te gustan las brujas?

    -Mi abuela dice que hay príncipes que parecen sapos –respondió Anita.

    Después del almuerzo, Anita y Danielito prepararon el nuevo juego.

    -¿Qué le dio la bruja a Blanca Nieves? –preguntó Anita.

    -Una manzana envenenada –respondió Danielito.

    -¿Mi mami compró manzanas?

    -Siempre hay manzanas.

    -No tenemos veneno.

    -Si tenemos. En la cocina.

    -¿Dónde? –preguntó Anita.

    -Escondido. Mi abuelita lo esconde.

    -¿Le pregunto a mi abuelita?

    -No, tonta. Te va a decir que no hay. Yo sé dónde está.

    -Tienes que decirme porque yo soy la bruja.

    -En el último cajón, junto a la estufa.

    -Ahí sólo guardan papeles viejos.

    -Ahí está, escondido.

    -¿Y si no funciona?

    -Le ponemos bastante.

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