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González

González

Lo primero que vio González al abrir los ojos fue la foto. La memoria lo guió hasta la noche anterior. Llegó cansado. No había tenido un buen día. Su mujer se le había llevado hasta el perro. Alguna vez pensó que tal vez era lo más difícil de perdonar. Tenía una sensación de soledad y aburrimiento que empezaba a quedarle a la medida. Los zapatos le apretaban.

Cuando salió recordó que había dejado la foto parada sobre el nochero junto a la cama. Solía dejarla acostada de tal manera que sólo se podía ver una etiqueta con el nombre del almacén donde compró el marco. A veces llegaba queriéndola ver. Dependía de su estado de ánimo. Si la extrañaba con menos amargura, la miraba; pero si la extrañaba con el resentimiento avivando el rencor, evitaba hacerlo.

   Volvió a mirar los documentos. Todo estaba claro. Era un caso resuelto. Esta vez la impunidad sería derrotada. Tuvo plena conciencia de lo mal que pasó la noche anterior y en la duermevela de la madrugada no supo si los disparos que escuchó fueron parte de un sueño o si fueron reales, igual que el alboroto de los perros. Le dolían los pies y el sabor amargo que se instaló en su boca desde temprano persistía con molestias de una resaca sin sentido. La noche anterior no se tomó ni un sólo trago.

   La oficina era pequeña, igual que las otras que se alineaban a través de un pasillo por el que transitaban gentes presurosas que aparecían y desaparecían por cualquier puerta. Un escritorio con una máquina antigua; dos sillones con espaldar apuñalado por el uso y los años, grietas de bordes precisos en un cuero reseco; una cafetera fuera de uso a la que no se le había hecho su defunción, abandonada sobre una mesa pequeña y polvorienta con manchas de café reseco; un archivador con su boca a medio abrir vomitando carpetas amarillas. Nada más.

    Alejandro Rodríguez tenía 19 años. Para evitar confusiones le decían Júnior. La primera idea que tuvo su padre, al verlo saludable y rosado, moviendo frenéticamente pies y manos, balbuceando con lo que consideró su acento, fue ponerle su mismo nombre. Le daban todo lo que necesitaba. Ejercía su vida de estudiante sin mucha vocación pero su vida social era muy activa. En busca del dinero se internó por laberintos oscuros y azarosos

     -Siéntese allá –dijo el teniente González, con cara de pocos amigos, mientras revolvía papeles y señalaba el sillón en una de las esquinas del cuarto-. ¿Por qué lo hicieron?

     -Nosotros no hemos hecho nada –respondió Alejandro. Se recostó en el sillón, entrelazó las manos, las llevó atrás de la cabeza y sacó pecho.

     -Varias personas los vieron.

     -¿Dónde?

     -En el lugar de los hechos.

     -No éramos nosotros.

     -Aquí están las pruebas, y una de ellas es contundente.

     -No hemos hecho nada. No éramos nosotros.

     -Si lo reconoce le va mejor.

     -No voy a reconocer algo que no he hecho.

     -¿Ella estaba con usted? –preguntó mientras dirigía la miraba hacia la mujer. Era hermosa. Estaba sentada en la silla, despreocupada. Se miraba las uñas y bostezaba.

     -Sí, pero ella no tiene nada que ver.

     -Y no dice que usted tampoco. Que no estaban ahí.

     -No tenemos nada que ver, quise decir.

     -¿Dónde vive? –preguntó.

     -En el sur.

     -El sur es muchas cosas. ¿Quién es su papá?

    -Alejandro Rodríguez –respondió. Nombrar a su padre le dio firmeza y reciedumbre a su voz.

    -¿El diputado?

    -Sí señor, el diputado.

    -Lo conozco, ya hemos hablado –dijo González. La seguridad de segundos antes estalló como una pompa de jabón y dejó un reguero minúsculo de desaliento.

    -Ah, pues qué bueno. Lo quiero llamar. Tengo derecho a llamar.

    -Ahora lo llama.

    -Ahora no, quiero llamarlo ya. Devuelva mi celular.

    González tenía ojeras. Otra vez no sería un buen día. Dijo mierda, muy quedo, lo miró hablar por teléfono, miró por la ventana polvorienta que desfiguraba el paisaje, el contorno de los edificios, sus aristas vagas, y mostraba una ciudad afantasmada. Ya sabía en que terminaría el asunto. Estaba dando vueltas alrededor de situaciones que parecían repetirse, y él, en medio, humillado. La imagen de los recibos de los servicios públicos sobre la mesa del teléfono cruzó por su cabeza. Los había dejado acumular y el color casi rojo del último le indicaba que no podía postergar el asunto.

    -Quiere hablar con usted. Tenga –le pasó el teléfono, displicente.

    Después de hablar con el diputado, González les dijo que se podían ir.

   -Pero usted dijo que tenía pruebas –dijo Alejandro.

   -Ya no. Se perdieron.

    -¿No es el video que está sobre la mesa?

   -¿Esto? No. Esto es otra cosa.

   -Entonces nos vamos.

   -Sí, se pueden ir. Sólo una pregunta más ¿Vieron al muerto?

    -Ya le dije que no estuvimos ahí.

   González sentía los pies comprimidos. Se concentró en sus dedos aprisionados para no pensar. Antes de llegar a la puerta, Alejandro se detuvo, giró y le dijo: usted es un pendejo.

    No se despidieron. En la calle lloviznaba.

    -¿Qué pasó? –Preguntó ella,

    -Nada, no pasó nada. No va a pasar nada –respondió Alejandro.

    Salieron de clases y fueron a la cafetería. 

  -Tesoro, cómo va lo de mañana –preguntó Irene.

    -Bien, bebé –respondió Alejandro, mientras revisaba sus notas.

    -¿Está fácil, cierto?   

   -Cierto –respondió Alejandro.   

   Irene, a sus 19 años, era una de las más hermosas de la universidad. Arrancaba suspiros por donde pasaba. Alejandro decía que sólo le gustaban las mujeres con clase. Era ideal y tan popular como él. Juntos iban a jugar tenis, al gimnasio, pero ella, por su parte, practicaba tiro en el club del que su abuelo, militar retirado, era socio.

    Al día siguiente pasó por ella. Fueron hasta el lugar convenido y esperaron. Cuando llegó el otro tipo, todo estuvo bien hasta que empezó una discusión. Irene sacó el revólver de la guantera y disparó. Salieron. Todo estaba bien. Se quedaron con la mercancía y con el dinero. Celebraron en el bar y luego fueron al mirador. Llevaron algunas cervezas.

    Hablaron de negocios, se dijeron mutuamente que se querían, hicieron planes. Todo normal hasta que Irene preguntó por el papá de Alejandro.

    -Qué pasa con él.

    -Tú crees que está metido en esos líos de ahora.

    -Mi papá no tiene ningún problema.

    -Es un político. Casi todos son corruptos o se han vendido.

    -Él no. Es como si yo te dijera que en tu familia hay asesinos porque tienes parientes en el ejército. O te recordara lo que hiciste en el parqueadero.

    -Tenía que hacerlo.

    -Y estuvo bien. Date cuenta de que hay cosas que se tienen que hacer.

    -Sí, pero hay otros que las hacen por gusto. Los políticos son mentirosos y ladrones por gusto.

    -Mi familia es honesta.

    -Claro, igual que tú.

    – He hecho lo que he tenido que hacer. Yo no tengo la culpa de nada.

    -Da lo mismo, Alejandro. Con esa familia qué culpa va a tener si todo se arregla lo más de fácil.

    El tono había aumentado. Las palabras más cortantes y enredadas por el alcohol.

    -Con mi familia no se meta.

    -Yo me meto con quien me da la gana.

    -Sabe qué, respete. No me joda que usted no me conoce –dijo Alejandro,

    -Usted es un estúpido –dijo Irene.

    -Y usted una zorra malparida –grito Alejandro y salió del auto.

    Irene también salió, dio la vuelta, se acercó, aproximó su rostro tanto como pudo a la cara sorprendida de él y le dijo claro, entonado y despacio: Zorra será tu madre.

    La cachetada sonó clara, pero más clara sonó la detonación. Usted tampoco me conoce, imbécil, le dijo.

    -Puta vida –alcanzó a decir Alejandro, mientras se desplomaba. Irene no volvió a mirarlo para no verle la muerte que le penetraba por los ojos.

    En el levantamiento González reconoció a Alejandro, en posición fetal, las manos en el vientre, la cabeza sobre el pavimento frío, mirando desde el fondo de sus ojos a oscuras la negrura de su firmamento. Más pendejo será tu papá, dijo.

    Después se sintió mejor. Los pies ya no le dolían en tanto. O le dolían tanto que ya no los sentía. A pesar del cansancio y el hastío pensó que tal vez esa noche podría dormir mejor. Las últimas las pasó dando vueltas en la cama, recordando entre breves lapsos de sueño un matrimonio que se fue al carajo sin que pudiera evitarlo. Transitar por sus recuerdos le hacía sentir que su existencia se iba poco a poco por un despeñadero, y que lo único que se llevaría seria unos hijueputas zapatos que le apretaban.

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