Dios ha muerto
-¿Cómo se llama? –preguntó el doctor.
Tenía una herida en el vientre, un hematoma en el ojo derecho, algunas raspaduras en los codos. El doctor pensó en varias hipótesis. Una riña en un bar de mala muerte, pero la descartó enseguida cuando no percibió ningún rastro de alcohol; la otra, una pelea callejera; por último, un atraco.
Después de la evaluación inicial, el doctor concluyó que la herida no era grave. Bastaría con una buena desinfección. Recetó antibióticos para evitar cualquier complicación.
El doctor le preguntó a Dios si tenía otro nombre. Respondió que se llamaba Juan Manuel.
-Juan Manuel es un nombre muy popular.
-El nombre es lo de menos. No es el nombre, es lo que nombra.
Su barba era oscura, el rostro curtido por el sol, los ojos claros escondidas entre sus orbitas violáceas. A primera vista parecía un indigente, pero ni su olor ni su ropa lo confirmaban.
El doctor hizo el diagnóstico y le dijo a la enfermera que le hiciera una curación.
-Le va a doler un poquito pero es necesario hacer una buena limpieza para que no se le vaya a infectar esa herida. Dele gracias a Dios que la herida fue cerca del corazón, pero no alcanzó a tocarlo. De lo contrario, imagínese, quedarnos sin Dios para toda la eternidad. –dijo el doctor.
Dios no respondió. Con mirada periscópica observó todo alrededor. Varias camas en fila, todas ocupadas, luego un pasillo y la frente. Al fondo, bancas con algunos acompañantes y más allá los baños.
-Y usted siendo Dios por qué no hizo que cayeran rayos sobre esos tipos –agregó el doctor.
-No puedo hacer eso.
-¿Por qué?
-Ya no tengo poderes. Cuando decidí venir a la tierra renuncié a ellos por una semana. Era la única manera de ser un hombre de verdad. De sentirme un hombre de verdad. La única manera de saber qué se siente.
– ¿Y por qué por una semana?
-¿Cree que llueva hoy?
-Pudo ser nada más una hora, o un día. Hubiera sido suficiente y ya estaría por allá no sé dónde. Además sabría que se siente.
-Quería estar seguro. ¿Cree que llueva?
-No sé. Espero que no. Hoy no tengo nada qué hacer y cuando no tengo nada qué hacer no me gusta que llueva. La lluvia es mejor cuando uno está ocupado. No le da por pensar tonterías. ¿Por qué lo pregunta?
-Allá no llueve. Si venía con los poderes no sería lo mismo. Por eso no me pude defender. Ni siquiera sé pelear.
-¿Qué?
-Por eso no hice caer rayos sobre ellos.
-Debería saber pelear. En este mundo toca saber pelear aunque sea un poquito, y sobre todo saber correr. Debería haber elegido ser como esos héroes de las películas que le ganan a todo el mundo, aunque primero los golpean, hieren, humillan durante ochenta minutos y en los últimos diez se dedican a devolver con intereses todo lo que les hicieron.
-Quería ser una persona normal. Me gustaría que lloviera.
-¿Y siendo Dios no podía volver a restituirse los poderes?
-No puedo hasta que no pase la semana. ¿Qué día es hoy?
-Pudo hacer antes un curso de Karate o se hubiese comprado un arma. ¿No sabía para dónde venía?
Dos horas después regresó la enfermera. Destapó la herida. La notó un poco irritada. Hizo una curación y después le tomó la temperatura. Evidenciaba un poco de fiebre.
-¿Como se llama? –le preguntó pensando en que tal vez ya se había olvidado de la historia aquella de ser Dios.
-Soy Dios –dijo muy serio.
-¿Su otro nombre es Juan Manuel?
-Sí.
-¿Y el apellido?
-No tengo.
-Todos tenemos apellidos.
-Yo no.
-¿Y por qué no?
-Porque no soy nacido de padre alguno.
Flor Ángela en sus 15 años de servicio atendió a mucha clase de pacientes, pero ninguno le había planteado asuntos tan complicados.
-¿No tiene papá, mi mamá, ni hermanos?
-No.
-Entonces está muy solo.
-Papá, mamá o hermanos no son la única compañía en el mundo.
-Tampoco tiene mujer. Eso lo sé.
Dios tragó saliva, se quedó mirando un punto perdido a través de los cristales empolvados de la ventana.
-¿Y entonces de dónde vino? –Insistió Flor Ángela.
-Yo no vengo de ninguna parte. Yo siempre he sido. Soy principio y fin. Soy el antes y el después. Soy el que soy.
-Uno puede ser lo que sea, pero toda una eternidad sin mujer, ha de ser duro. Esa respuesta ya la leí en algún lado, aunque no me acuerdo dónde. Tal vez en la Biblia. Leo la biblia.
-Eso le ayudará a encontrar el camino. ¿Cree que llueva?
-Se supone que estamos en verano, pero nunca se sabe.
-Me gustaría ver llover. Leer la biblia ayuda a encontrar el camino.
-No se preocupe Juan Manuel…
-Dios.
-No se preocupe, Dios, que si no me ayuda a encontrar el camino, me ayuda a encontrar el sueño.
-Los sueños son importantes.
-Este Dios, además del filósofo es bromista –dijo la enfermera sonriendo. Después pasó por la cafetería y se encontró con el doctor Bermúdez
-¿Si usted pudiera hablar con Dios, qué le diría?–le preguntó el doctor.
-No sé. A uno nunca se le ocurre que algún día pueda hablar con él. Al menos no en serio, aunque todos creen que lo hacen cuando le piden o rezan. ¿Y si usted pudiera hablar con él qué le diría?
-Como dice un amigo, si pudiera hablar con Dios es porque estoy loco. Suponga que este señor de verdad es Dios. ¿Qué le diría?
La enfermera se quedó pensativa mientras revolvía su café. Finalmente dijo que de alguna manera le reprocharía por haber creado el mundo y haberlo dejado tirado como si ya no sirviera para nada.
-Tal vez no lo dejó tirado, tal vez confía en que nosotros lo podamos arreglar. ¿Y qué le preguntaría?
-Por qué no tiene lluvia allá.
-Insiste con ese cuento. No sabe lo que es una inundación. ¿Qué le preguntaría?
-Tal vez por el hijo. Todo lo que pasó en la cruz. Debió encontrar otra manera. Muchos piensan que lo abandonó, hasta él mismo. Y que no sirvió de mucho.
-Imagínese todo lo que ha pasado después por nada.
Se quedaron en silencio, cada uno dándole vueltas al asunto, hasta que terminaron su café. Flor Ángela se marchó, pero el doctor se quedó unos minutos más. Le gustaba el ambiente de la cafetería. Miró para afuera. Cielo azul. Ninguna posibilidad de que lloviera. Recordó los días de la universidad, a David. Nunca le dijo lo que sentía. Era más fuerte el temor de que la familia se enterara o de ser rechazado. Mejor no decir una palabra, a nadie.
Dos días después Dios empeoró. La fiebre era alta y la herida presentaba un color entre rojo y amoratado. Cuando el doctor Bermúdez llegó de nuevo lo encontró en medio de su prédica.
-Oren a su señor y todas sus penas se harán más livianas. Yo soy el que soy, el que está conmigo vivirá para siempre, estoy entre ustedes y los amo, soy Dios, soy el creador de todo lo que hay y todo lo que habrá.
El doctor recordó haber visto alguna vez en la puerta de los baños de la universidad un letrero que decía: Dios nos ama, y luego, debajo, con otro tipo de letra: Yo también quiero amar a todos los hombres, seguido de un nombre masculino y un número de teléfono.
Algunos miraban a Dios como si le empezaran a creer; otros reían. Continuaba con su discurso envuelto en una sábana del hospital a modo de túnica, el pelo enmarañado, la barba espesa, apuntando la claridad de sus ojos al cielo solitario sin su presencia. El doctor lo invitó para que se bajara de la cama y se acostara. Examinó la herida. Lo que vio le preocupó, pero no dijo nada ni hizo gestos. Ordenó aumentar las dosis de antibióticos.
-Me duele –le dijo Dios.
-Ya le vamos a poner un calmante.
-En la primera vez que algo me duele. No creí que fuera así. Ahora pienso en cuanto debió sufrir mi hijo.
-No que no tenía familia.
-Mi hijo, el que murió en la cruz. Doctor, no me vaya a dejar morir.
-No le va a pasar nada. No se preocupe.
-¿Usted cree que llueva?
-Sin duda. Algún día.
-Es importante que vuelva a ser el de antes. Las cosas van a cambiar porque he comprendido. Volveré a manifestarme en toda mi gloria porque me necesitan. Los he abandonado por mucho tiempo. Es el momento de corregir el camino.
-Tenemos que abrir la herida para limpiarla. Le va a doler un poquito pero es para su bien.
-Si, a veces lo que es para nuestro bien duele un poquito.
-Yo voy a estar viniendo cada media hora para ver cómo sigue.
-Gracias Doctor, tendrá su recompensa.
-Bueno. Ya veremos. Y tranquilícese Dios. Recuerde que es inmortal.
-Recuerde doctor que renuncié a mis poderes. Faltan tres días. Yo que he tenido todo el tiempo del mundo, ahora lo que necesito son tres días.
-Tres días aquí en la tierra no es nada, y menos para alguien que ha vivido una eternidad.
-Tres días no son nada, excepto si uno lo piensa un día antes de morirse.
-No se va a morir.
-¿Cree que llueva?
Flor Ángela llegó con todo lo que necesitaba para hacer la curación. Empezó a limpiar una materia blanca y maloliente que salía de la herida.
-¿Verdad que voy a estar bien?
-Sí señor, va a estar bien.
-¿Usted cree en mi?
-Sí, yo creo en usted.
-El que cree en mi vivirá para siempre. Estará conmigo en el paraíso.
-Yo lo que quiero es estar en mi casa.
-Hay una casa mejor que su casa.
-Hay muchas casas mejores que mi casa.
-Pero mi casa es mi reino y lo compartiré contigo y con todos los que me sigan.
-Bueno, gracias. Ahí estaré.
-No te preocupes, yo te espero.
-No tendrá que esperar mucho. La vida dura poquito.
-Es apenas un paso, recuerda.
-Sí, menos mal.
La miró zozobrando en los estertores que le producía la fiebre. Hacía gestos de dolor.
-Yo creo que no me crees, que no crees en mí.
-Y yo creo que no me cree que yo creo.
-Es que parece que te burlas de mí.
-No me burlo. Estoy cansada y por ahora lo que quiero es terminar mi turno.
-Terminará, no te preocupes. Todos tus turnos terminarán.
-Debería ser más sencilla la vida.
-La vida es tan sencilla como la quieras.
-No creo. Se me hace que la creación quedó a medias. Algunos estamos bien jodidos.
-Voy a terminar lo que faltó. ¿Crees que llueva? Me gustaría ver la lluvia.
Al día siguiente el doctor Bermúdez estaba en su casa. Flor Ángela lo llamó para decirle que Dios había muerto. La infección se complicó y cuando lo llevaron al quirófano era demasiado tarde.
-Yo me encargo del informe. No hay problema con eso. Nadie va a averiguar ni a preguntar qué pasó. El tipo terminará en como NN –dijo el doctor.
-Pobrecito, estaba asustado pero siempre le dije que se pondría bien. Creo que me creyó. Sin embargo en un momento, ya en la sala de operaciones, me dijo que le dijera algo.
-¿Que me preguntara si iba a llover?
-No. eso me lo preguntó a mí. Tal vez fue lo último que dijo. No sé, no recuerdo.
-¿Entonces qué?
-Que David sentía lo mismo por usted, y que no lo hirieron en ningún bar, ni en una pelea callejera, sino en un atraco. Que lo chuzaron porque no le encontraron nada.