CAMPEONA
-Tráigame la otra, suegrita –dijo Rubén.
En la pantalla, las boxeadoras en sus esquinas y el maestro de ceremonias en el centro. De este lado, la campeona mundial, Natasha Kuzinsky, y de este otro, la retadora, Dayana Acevedo. Al escuchar el nombre Rubén se puso de pie y aplaudió. Todos los que estaban en la sala lo imitaron. En los primeros golpes que intercambiaron la pelea no iba muy bien para Dayana. Algunos se comían las uñas, expectantes. Parecía que la velada terminaría mal. Los vítores se hacían más esporádicos. De pronto, un golpe de parte de la retadora mandó a la campeona a la lona. Todos saltaron de sus asientos como impulsados por un resorte. Dayana fue a la esquina. Rubén dijo: quedate en el piso, perra. En la algarabía nadie lo escuchó. La campeona se puso de pie, tambaleante. Dayana daba saltitos. Rubén apretaba los puños como si fuera él el que estuviera en el ring. La campeona dio dos pasos trastabillando y volvió a caer. Dayana levantó los brazos pero el juez todavía no empezaba la cuenta. Rubén apuró lo que quedaba de la cuarta cerveza, los demás gritaban vítores a la patria. El juez fue hasta donde estaba la campeona que miraba, y cuando vio que se aprestaba a empezar la cuenta intentó pararse de nuevo. Quedate ahí, perra, volvió a repetir Rubén. Los demás gritaban Dayana, Dayana, Dayana, mientras ella en la esquina había dejado de dar saltitos y miraba con ojos de “no te pares, que si te paras pierdo”. La campeona volvió a caer y el juez la abrazó con una mano mientras con la otra hacía señas de que la pelea había terminado. Rubén saltó con los brazos arriba como si fuera el campeón. Dayana fue hasta el centro del ring donde la esperaba el juez para presentarla como la nueva campeona mundial. ¡Esa es mi mujer, hijueputa! gritó Rubén. En una esquina la ex campeona parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando.
El recibimiento fue apoteósico. El alcalde declaró día cívico. Saludaron a la campeona que subida en el carro de bomberos tiraba besos para todos los lados. Cuando llegó a la casa, Rubén salió tambaleante y abrazó a su esposa que venía con el cinturón al hombro. La tomó por la cintura y la levantó el tiempo que todos se acercaban para felicitarla. Celebraron con los amigos en una fiesta que duró hasta la madrugada.
El triunfo de Dayana trajo cambios que completaron su felicidad. Los días de la luna de miel parecían reeditarse. Su esposo más amoroso y diligente que nunca. Su madre también disfrutaba del cambio.
Los dos meses siguientes los dedicó a la preparación de la defensa del título. Lo hizo con esmero y dedicación. Tenía la seguridad de que podría defenderlo. El pueblo tendría campeona para rato. Aseguraría un futuro sin problemas económicos y con los días felices que se reactivaron. Salía muy temprano a la mañana y regresaba casi a la noche. Los habitantes del pueblo iban hasta el coliseo para verla entrenar. La alentaban todo el tiempo. A veces entre ellos estaba su esposo que había dejado de trabajar para poder ofrecerle todos los cuidados. Entre semana estaba sobrio pero el sábado se embriagaba. En la madrugada, prendido de las paredes, llegaba hasta el cuarto y se acostaba con una mansedumbre inédita. La resaca eran lamentos sin improperios.
Tan apoteósica como su llegada fue la despedida. Salió, junto a su entrenador, en el carro de la alcaldía. Dos horas de viaje hasta el aeropuerto. Desde allí abordaron un vuelo de seis horas que los llevaría hasta donde defendería por primera vez el título.
En la casa tuvieron que restringir la entrada. Sólo los amigos más allegados pudieron entrar. Los vecinos instalaron un televisor en la calle, trajeron sillas, asadores, carne, cervezas y se prepararon para otra noche memorable. Era el coliseo más grande que habían visto. Estaba lleno. El maestro de ceremonias la anunció primero y luego a la retadora, una alemana de estatura mediana y cuerpo menudo.
-Esa mona insípida va a durar menos que la otra –dijo Rubén y apuró el resto de la tercera cerveza de la noche.
Sonó la campana y todos se aferraron a sus asientos. El primer intercambio de golpes matizado por la prudencia. Dayana empezó a llevar la delantera. La alemana se tambaleó los tres primeros asaltos. En el cuarto, después de un intercambio, cayó. Todos dieron por hecho que no se levantaría. Por las dudas, Rubén dijo en medio de la algarabía: quedate ahí, perra. La retadora estaba grogui, pero cuando el juez llegó a siete, se levantó. Parecía ebria. Dayana se preparó para acabarla, pero esquivó los golpes hasta el descanso. La carne asada y la cerveza pasaban de mano en mano. Las bromas y las risas se sucedían. Sonó la campana. Fue el momento para vítores a la campeona, a la patria. La retadora se dedicaba a dar vueltas por el ring mientras Dayana la perseguía. Cuando lograba encerrarla en una esquina intercambiaban algunos de golpes. Rubén abrazó a su suegra. La campeona estaba decidida a acabar con la alemana. Se apresuró a hacerlo. La retadora sólo se protegía o danzaba alejándose. Dayana la encerró de nuevo y le propinó una andanada de golpes que hizo tambalear a la retadora. La tenía lista, pero cuando estaba a punto de caer, como si sacara un as de la manga, sacó un golpe que se estrelló directo contra el mentón de Dayana. La campeona se tambaleó, fue contra las cuerdas, dio dos pasos y cayó casi en el centro. De pronto todo se quedó en silencio. El mundo se detuvo. Todos estáticos en sus asientos. El juez se acercó y empezó el conteo. Todos, con los puños apretados, imploraron a la virgen santísima que por primera vez apareció en los ruegos. Rubén, que hacía rato estaba ebrio, se llevó las manos a la cabeza sin dejar de mirar la pantalla, el juez contó con una rapidez inusitada, uno, dos, tres. Rubén decía Parate, perra. Seis, siete, continuaba el juez, Parate perra, parate, nueve diez, perra, perra. La campeona no se paró. Las cámaras dejaron de darle importancia. Ahora la nueva campeona se abrazaba a su entrenador y daba saltos. Cuando la cámara regresó con ella, su entrenador la ayudaba a levantarse. En el pueblo nadie se tomó un trago más. Después de la pelea todos los televisores se apagaron y casi todos se fueron a dormir. En la sala de la casa, Rubén, solitario en la penumbra, mascullaba, maldita imbécil, una y otra vez. Los últimos trozos de carne, quemados, se quedaron sobre el asador.
Las sillas amanecieron desparramadas en la calle como luego de una batalla campal. Nadie se acercó a la casa de la ex campeona y Rubén se levantó hasta el medio día, con una resaca que le taladraba la cabeza y unas ganas enormes de agarrarse a golpes con todo el mundo. Su suegra lo saludó pero no le contestó.
El día que llegó Dayana nadie salió a recibirla. No hubo saludos, felicitaciones. Nada. Sólo silencio. Un taxi la trajo hasta la casa. Su madre la recibió y la abrazó, sin palabras. Rubén, recostado en la puerta con una cerveza en la mano, se corrió para que ella entrara. Desde que el juez contó hasta diez su humor cambió para siempre. Al mal genio anexó la frialdad. No volvió a trabajar. Argumentó que era para estar a su lado mientras entrenaba. Dayana les aseguró que recuperaría la corona. Esperaba que le comunicaran la fecha en que se llevaría a cabo la revancha. Rubén se embriagaba dos o tres veces por semana hasta que se acabó el dinero de la campeona. Esperaron la notificación del nuevo combate durante varios meses. Ya no había dinero pero Dayana siguió entrenando. La notificación llegó un viernes a la mañana: no habría revancha.
Un domingo a las ocho de la mañana, Rubén regresó con la borrachera intacta. Dayana se levantó y preparó café. Él lo probó y lo tiró.
– Sabe asqueroso –dijo.
-Supongo que le sabe mejor la cerveza.
-No sirve ni para hacer café.
-Vaya donde las putas para que se lo hagan.
-Para eso la tengo a usted.
Su suegra salió.
-No la trate así–dijo.
-No se meta en lo que no le importa.
-Me meto porque es mi hija.
-Me importa un culo que sea su hija. Es una inútil. No fue capaz de ganarle a esa mona enclenque.
-¿Y por qué no fue y le ganó usted?
-¡Ya, cállese! –gritó Rubén.
-No grite a mi mamá, marica imbécil.
La agarró del pelo, la arrastró hasta el cuarto y azotó la puerta. la soltó y ella se puso de pie, pero antes de que pudiera hacer o decir nada la golpeó en la cara. Dayana se fue de espaldas y cayó al piso. Lo miró con el rostro ensangrentado mientras el cuarto giraba.
-Quedate ahí, perra –le dijo Rubén.