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TCHAIKOVSKY RANCHERO

TCHAIKOVSKY RANCHERO

Quítele el ritmo, la armonía y la delicadeza a un violín y qué queda, preguntó el maestro. Lucio guardó silencio. El maestro continuó: queda usted, un cero a la izquierda, por lo menos para la música. Se sintió como una cucaracha con un violín de segunda –comprado en una prendería- a punto de caer de la mano. Miró al maestro, gigantesco y bruto, y guardó el violín. Salió del conservatorio con la sensación de derrota pesando como cien ladrillos sobre la espalda. El tac tac del violín en el estuche marco sus pasos hasta la casa. Entró a su cuarto, recalentó el arroz del día anterior, comió. En la grabadora puso su cd de Tchaikovski, se recostó en la cama y se quedó dormido.

Después de que no pasó en la Escuela de Bellas Artes se presentó a la única universidad pública de la ciudad. Para entrar ahí hay que ser músico, le decían, y él respondía que era músico. Sus padres le ayudarían con el estudio siempre y cuando pasara. Confiaba en sus capacidades. El día de la audición fue el primero en llegar. Estaba seguro de que pasaría.

    Tiene algo de técnica pero le falta corazón, dijo uno de los maestros que presidió la audición. Todos los cursos previos que hizo no le sirvieron de nada. Tiempo perdido desde que era niño y su madre lo llevaba todas las mañanas de los sábados a los cursos de extensión en la universidad. Estaba seguro de que sabía más que muchos de los que se presentaron, pero el veredicto fue implacable. Llegó a su casa. Se sintió cansado. La penumbra del cuarto le pesó como si fuera de plomo y toda estuviera sobre él. Dejó el estuche sobre la silla. Se recostó en la cama, encendió el televisor pero no vio nada. Lo apagó. Miró un punto inexistente en el techo.

    Tchaikovski le ponía la piel de gallina. Con las primeras notas del primer movimiento hizo el primer corte. La sangre brotó, resbaló por la piel y empezó a caer al piso, junto a la pata de la silla. La expresión de dolor y la cara horrorizada se confundieron en una sola mueca. Él se retiró dos pasos, con el bisturí en la mano. Sabía que era tarde pero no podía calcular la hora. Tal vez sus compañeros ya lo esperaban. Bajó el volumen. Alcanzó a escuchar los sollozos y los gritos contenidos por la mordaza. Era un lamento desesperado pero sin fuerza. Tal vez debía quitarle la mordaza, dejar que salieran libres sus lamentos, una música de fondo para aquella otra que salía de sus audífonos. ¿Alcanzarían a escuchar los vecinos? Tal vez. Mejor no arriesgarse. Empezó a mover las manos como director de orquesta. En su mano la batuta-bisturí brillaba. Él lo miraba, le imploraba con sus ojos. De director de orquesta pasó a ser un mosquetero, el quinto de los tres que eran cuatro, y blandiendo la diminuta espada hizo un corte en la frente, quirúrgica, superficial. Le sorprendió que no saliera tanta sangre como pensaba, sin embargo las gotas le empezaron a caer desde la nariz. Él intentó sacudirse pero no pudo. Le dio la espalda, caminó hacia la ventana, aumentó el volumen. Las notas retumbaron en su cabeza, cruzaron los vidrios, el patio, los árboles, la carretera, pasó por la casa de los vecinos, empequeñecida por la distancia, y llegó hasta el día en que le dijo que era un cero a la izquierda. Se aproximó de nuevo, le miró el cuello, hizo el corte exacto. La sinfonía estaba en el punto más alto.

    A Camila la vio por primera vez el día que iba tarde para el ensayo. Desaceleró el ritmo de los pasos, cambió el estuche de mano con la convicción de que así sería más visible. No pudo evitar mirar la fachada, los estudiantes que salían, los que estaban sentados en las escalas. Por primera vez la intensidad de su rabia fue menor. Siempre que pasaba por allí, apretaba con fuerza el violín, apretaba las mandíbulas mientras dejaba un reguero de maldiciones. Le sonrió y para su asombro ella le devolvió la sonrisa. Fue la invitación para que pasara casi todos los días. Lo hacía a la misma hora, antes de ir a sus ensayos. La tercera sonrisa que le devolvió le dio fuerzas para invitarla a salir.

    Con la primera cuenta que le pasaron en el café al que fueron supo que tendría que buscar trabajo. Miró los números y pensó que incluían la compra de uno de los cuadros que estaban exhibidos. Creyó que con lo que sabía podía dar clases a los niños, pero no tuvo suerte. La ciudad estaba inundada de violinistas. Ni en las academias reconocidas ni en las de garaje le dieron siquiera esperanzas. Erraba por la calles, siempre con el violín. Sus padres accedieron a darle una mesada, insuficiente, mientras conseguía trabajo. Los mejores momentos los pasaba con ella. Caminaban, conversaban. La afinidad por la música les proporcionaba un tema amplio. Ella estaba en quinto semestre, él estaba terminando en la universidad, con excelentes perspectivas: estaba invitado a hacer parte de la orquesta sinfónica de la ciudad. El escalón más alto al que podría llegar cualquier músico local. Tendría que buscarse un trabajo. Ya no tenía ni para pagar el café. Ella intentó pagar varias veces pero él no la dejó. La cuenta había disminuido cuando él, argumentado que era un lugar más acogedor, con mejor energía, la convenció de que cambiaran el sitio por otro más popular.

    Días después un amigo le hizo el comentario. Necesitaban un violinista en el Mariachi Zacatecas. Fue a la entrevista y un viejo barrigón, con un bigote poblado, le dijo que estaba sobrado pero que la paga no era mucha. Dependía de las serenatas que dieran. Los fines de semana eran los mejores. Correr de un lado para otro en un intento por dar el mayor número posible. Fue fácil aprenderse los temas que casi siempre incluían cumpleaños o bodas. Llegaba a la madrugada, dormía hasta el medio día y en la tarde se arreglaba para salir con ella. Cada domingo era sagrado para él. Soy muy estricto con el ensayo, le dijo, para poder llevarla a su casa antes de las seis de la tarde.

    -¿Qué es lo mejor que nos puede pasar como músicos? –preguntó ella.

    -Estar en la orquesta sinfónica de Londres, Berlín o Nueva York y que nos dirija Herbert Von Karajan.

    -Eso sería lo máximo.

    -Llegaremos.

    – ¿Crees que lo logremos?

    -Tenemos el talento.

    -Mi papá tiene amigos en el medio. Un primo trabaja con la sinfónica de San Francisco.

    -Ahí está la oportunidad.

    -Te gustaría tocar ahí.

    -Acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

    -Claro. Si estamos juntos todo será más fácil.

    Llegaron y el hombre, ebrio, le hizo señas para que guardaran silencio mientras subían los cuatro pisos. Junto a la puerta, como un director de orquesta, contó hasta tres. Empezaron con Mujeres Divinas. La puerta se abrió. Ella, sorprendida, recibió al hombre con un abrazo y un beso. Empezaron con el repertorio de siempre. No podía evitar el hastío de tocar siempre las mismas canciones.

    -Las Mañanitas me tienen hasta las pelotas, le dijo al compañero de la trompeta.

    -A mí me tienen hasta las pelotas todas –le respondió.

    -Además están tan mal tocadas. Ni se diga del que canta. Parece que estuviera atragantado con una papa.

    -Huy compadre, me ofende.

    -No hombre, usted no. Usted es buen músico. Se lo digo de corazón. De verdad. No sé qué hacemos aquí.

    -Rebuscarnos, igual que tantos.

    -Dónde estudió música, porque se ve que estudió música. Se nota la diferencia. Los otros tocan como robots.

    -En Bellas Artes

    -No. En serio.

    -Claro.

    -Yo no alcancé a entrar.

    -Pero es bueno.

    -A punta de ensayar y de los cursos que hice.

    -Y qué pasó

    -Un profesor me dijo que era un cero a la izquierda.

    -Conozco esa frase. ¿El profesor Ramírez?

    -El mismo hijueputa.

    -A mí me dijo lo mismo. Lo malo, o lo bueno, no sé, es que me lo dijo en quinto semestre.

    -Deberíamos cogerlo y cortarle las pelotas.

    -Con una partitura de Beethoven.

    Estaban en la última canción…sientooooo campanitassss muy adentrooooo del corazónnnnnn, cuando entró un hombre gigantón, con cara de matón.

    -¿Qué pasa aquí? preguntó.

    La mujer se atragantó con la respuesta. El gigantón repitió la pregunta, varios decibeles más arriba.

    -Mi amiga –señaló a una vecina, tan sorprendida como ella–, me trajo una serenata.

    -¿Y cuál es el motivo?

    -Por la amistad.

    -Esa vaina es en septiembre.

    -No señor, la amistad es de todos los días.

    -¿Y este imbécil quién es?

    Miró al hombrecito que se había quedado pasmado. Por suerte ya le había entregado el ramo de rosas.

    -Un momentico –dijo el imbécil, tambaleándose por los tragos–, respéteme que más imbécil será usted.

    El golpe lo mandó, trastabillando, a un rincón. Contenía la sangre de la nariz con un pañuelo mientras le salían lágrimas.

    -Aurora ¿Usted no me dijo que era divorciada?

    Aurora se llevó las manos a la cabeza. Cállese, estúpido, le dijo.

    -Usted me dijo que era divorciada –insistió el hombrecito.

    -Divorciada tu puta madre –dijo el gigantón.

    Luego se dirigió a los músicos.

    -Y ustedes, partida de hijueputas, se van ya de aquí.

    Salieron atropellándose. Mientras descendían los cuatro pisos escuchaban los estruendos. Todos los vecinos estaban asomados a las ventanas.

    -Menos mal que cobramos por adelantado –dijo el cantante.

    Se metieron en la camioneta. Quedaron como en una lata de sardinas. Alcanzaron a escuchar los gritos.

    Cada día la veía más linda. Por fin en mi vida hay algo de valor, algo que de verdad me importa. Esa mujer es mi vida, hermano, le había dicho a su amigo de la trompeta.

    -Pilas hermano, que el que se enamora pierde –le respondió.

    -Con ella todo es ganancia.

    -Cójala suave. Tranquilo. Fresco que en este oficio también resultan hembritas.

    -Para mí no existen más mujeres. Ella es única.

    -Estás como esos manes de las telenovelas.

    -Estoy enamorado hasta los jarretes.

    -Desacelérese, es lo único que le digo.

   Se encontraron en el parquecito cerca de Bellas Artes.

-Hablé con mi tío –dijo ella.

-¿Cuál?

-El de San francisco. Le hablé de nosotros. Dijo que había buenas posibilidades con lo de la orquesta.

    -Qué bueno –se alegró él.

    -Prepárate para sacer el pasaporte y la visa.

    -¿No es muy pronto para eso?

    -Al que madruga…-dijo ella con tono filosófico.

    Luego él le preguntó cómo iban sus clases, y ella le respondió que excelente con una amplia sonrisa.

    -Yo voy a hacer la audición para la sinfónica.

    -¿Me invitas? –le pidió ella.

   -No puedo. Es privada.

    -Ayer fui de compras. Había un mariachi en el centro comercial.

    -Están en todos lados -dijo él con un tono de hastío.

    -Tocaban horrible.

    -Ahí no hay de dónde escoger.

    -Pobrecitos. Pero ganan platica.

    -Con eso sobreviven.

    -Creo que peor que le puede pasar a un músico es terminar en un grupo de esos.

    -Esa sí sería una desgracia. ¿Tú no estarías con un tipo de esos?

    -Nunca. Qué oso. La verdad, hasta me daría pena tener un amigo así.

    El fin de semana estuvo tranquilo. El lunes llegó quince minutos antes. Se sentó en las gradas. Colocó el violín a un lado. Los que salían tenían que esquivarlo.

    -Todos estos malparidos se creen artistas –pensó mientras la esperaba.

    Estaba pendiente de que ella saliera. Pero salió él. Recordó: cero a la izquierda.

    -¿Cómo le va, joven? –preguntó.

    -Bien, profesor. Ahora estoy muy bien. Usted me hizo un favor.

    -¿A qué se dedica?

    -A la música. Me va muy bien.

    -Espero que siga así.

    -No lo dude –le respondió él y recordó la escena con el bisturí como batuta. Creyó que tal vez había exagerado.

    Cuando salió ella fueron a caminar.

    -Te vi hablando con el maestro.

    -¿Con Ramírez?

    -El mismo. ¿Lo conoces? –preguntó ella.

    -De oídas.

    -¿Qué sensación te produce?

    -Parece buena gente

    -Es muy estricto. Por él se han retirado varios –aseguró ella.

    -Tal vez eso sea necesario. En nuestra profesión se necesita. ¿Qué vas a hacer más tarde? –le preguntó.

    -Voy a una celebración familiar. Si quieres vamos.

    -No puedo. Tengo ensayo.

    Llegaron a las siete. Primera serenata. Todo auguraba que sería una buena noche. Era un edificio elegante. Quinto piso pero había ascensor. Subieron en dos tandas. Les ofrecieron pasabocas y ron. La abuela estaba cumpliendo años. Ya tenían listo el repertorio, empezando por las mañanitas. Las putas mañanitas otra vez, pensó. Estaba bostezando la cuarta canción cuando la vio. Sus miradas se encontraron. Había salido de la cocina, con una copa en la mano. Vio el asombro es sus ojos, casi terror, como si hubiera visto un fantasma. La ranchera se fue a la mierda. Tchaikovski también.

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