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EL REGRESO

EL REGRESO

Pensé que era un fantasma. Estaba recostada al marco de la puerta. Su imagen hizo que mi cerebro se detuviera, que contuviera cualquier emoción, cualquier pensamiento. No sé desde cuándo había perdido la esperanza. Después de perderla renuncié a todo lo que tenía que ver con ella. Sólo un desconcierto que no alcanzaba a materializarse del todo me invadía. En su rostro una sonrisa de las que casi había olvidado. No escuché cuando entró, ni sus pasos acercándose. Parecía haberse materializado de la nada. Intentaba tener una solidez de basalto, ser real, pero apenas le alcanzaba para un recuerdo desdibujado en mi memoria. Tenía el cabello más claro y el rostro anguloso. No podía detallar sus ojos. Su cuerpo delgado seguía apoyado al marco como si el tiempo no pasara. Las manos en el regazo le daban un aire despreocupado. Quería ver a través de ella, comprobar que era una aparición, una mala jugada de lo que de ella conservaba mi memoria. Mi cerebro se reactivó y pensé que también ella estaba mirando a un hombre diferente. Me vi en el espejo de la imaginación, más barrigón, partes del cabello cano, sablazos del tiempo en la cara, cicatrices que se acentuaban poco a poco. Tal vez en su imaginación ya había moldeado mi figura. Sentí en su pose, en la manera de mirarme, la determinación de quedarse.

    Percibí el olor del café. Luego se mezcló con el olor a trementina, aceite de linaza, óleos, trapos sucios, lienzos en blanco. Supe que era hora de levantarme. El día, amortiguado por la cortina, entraba por la ventana. Cuando me aproximé y la abrí pude ver un cielo plomizo. Estiré los brazos, despejé las últimas sombras de sueño, sacudí de mi cabeza las nieblas de la noche y me dirigí al baño. El agua fría ayudó a despertarme. Escuché la voz de Clara que me llegaba desde la cocina. Entonaba la canción de moda con compases destemplados. Cortó la balada para decirme que iba por el pan.

    -Mira que esté fresco -respondí.

    -Siempre lo hago.

    -lo sé.

    -¿Quieres que te traiga algo más?

   -Sí. A ti.

     La puerta al cerrarse sonó más nítida que su voz. Salí, fui al cuarto, abrí la ventana, esperé a que pasara. Volteó la cabeza. Con su mano hizo el mismo gesto de despedida de cada día. Sonrió.

          -Es un bonito día –dijo como si pensara en voz alta.

    Parece, dije. Me preguntó si ya había desayunado. Respondí que no. Seguía en el mismo lugar, en la misma posición. Pensé que la pregunta en otra época habría sido absurda. La miré. Empecé a ser consciente de su presencia. No sólo el tiempo parecía detenido. Mi cuerpo, todo el mundo lo parecía. En los días próximos a su desaparición habría celebrado su regreso como un regalo. Verla allí habría significado el fin de mi tormento. Su presencia, como un bálsamo, habría restaurado mis heridas. Ni siquiera cuando perdí la copia de las llaves hice cambios en la puerta. Quería que cuando regresara entrara como si nada. Cada día esperé el sonido en la cerradura, sus pasos por la sala, su revuelo en la cocina. Con el paso del tiempo ya no me importó.

    -Desde que te fuiste no volví a desayunar –dije.

    -Dicen que es la comida más importante del día.   

    Comprendí que intentaba continuar con la conversación, que se aferrada a las palabras como a un hilo. Sobré él se balanceaba y paso a paso intentaba llegar hasta el otro lado. Desde la orilla la miraba. Tal vez quería que el hilo se rompiera y ella cayera al abismo. Tal vez ansiaba que llegara hasta mi orilla. 

    -Nunca fui por el pan.

    -No sólo de pan vive el hombre.

    -No me gusta salir en las mañanas

    -A mí tampoco. Ya no. 

    -Preferí esperar a que llegaras con él.

    -¿Cómo van tus pinturas?

    -Ahí.

    -Éste todavía está caliente.

    -Es un milagro.

    -La vecina me miró raro.

    -Tal vez pensó que eras otra persona.

    -Soy la misma.

    -Pregúntale al tiempo.

    -Deberías confiar.

    -Supongo.

    -¿Quieres que te traiga?

    -Bueno.

    -Es un bonito día.

    -Parece.

    -Ya vengo.

    -Bueno.

    Dio media vuelta, caminó a la cocina. Imaginé el pan como una piedra cubierta por capas de hongos apelmazadas unas sobre otras. ¿Cuántas capas en cuatro años? Por los sonidos supe que llenaba la jarra para hacer el café. Intenté imaginarme qué estaría pensando. Me pregunté si como yo estaría con esa sensación de no saber qué estaba pasando y sobre todo no saber qué iba a pasar. Tal vez ella, cuando tomó la decisión de regresar pensó en todo. Tal vez estaba representando un papel, sujeta a un guión. Tal vez seguía un orden pero atenta a cualquier cambio para entrar a improvisar. Desde que se fue no perdí la esperanza de encontrarla alguna vez para preguntarle, sólo para preguntarle, qué había pasado. La duda, el no hallar razón para lo ocurrido, taladró mis pensamientos por mucho tiempo hasta que me cansé. Varias veces imaginé la escena: la encontraba, le preguntaba. Siempre quedaba con la seguridad de no querer verla de nuevo.

    La vi alejarse. En las mañanas, antes de salir, colocaba algún disco que todavía sonaba cuando regresaba. Sólo cuando terminaron de sonar todas las canciones me percaté. Esperé unos minutos más, atento desde la ventana del estudio. Salí. Pasé por la panadería y como no estaba allí recorrí todo el lugar. Al final, cansado de dar vueltas le pregunté al hombre que vende los minutos. Dijo que la vio llegar, hacer las compras, salir y subirse a un taxi. Regresé al apartamento y me senté junto a la ventana.

    La escuché cantar en la cocina una canción que no conocía. Me era indiferente. Ya no sonaba lo mismo. Me pregunté por qué se empecinaba en hacer todo como si nada hubiera pasado. Parecía una mala copia de sí misma, una actriz –recordé lo del guión- que representa un papel no convincente. Regresó con un plato en el que había una taza de café y unas rodajas que pan. Cuando extendió la mano, intentó una sonrisa pero quedó a medio camino. Un gesto apenas. Quise verla tan linda como la última vez. No pude. En cambio la sensación de estar observando a alguien que se esfumaba.

    -Gracias –dije.

    -Lo hice con amor.

    -Huele bien.

    -Espero que te guste.

    -El café no cambia.

Sonreí. Intenté un poco de ternura en mi mirada. Logré la cara de un idiota, un mongólico sin palabras. Fue lo que quedó después de todas las noches en que me consumí sin ella.

    Miré la calle sin saber qué hacer. Estaba invadido por las dudas. Me dije que regresaría, que era cuestión de tiempo. Telefoneé a casa de sus familiares y no me dieron razón de ella, lo mismo que a los amigos que le conocía. En la tarde decidí a ir hasta la estación de policía para poner el denuncio.

    -Volverá, no se preocupe. Casi siempre regresan. Además, hay que esperar algunos días para poder darla como desaparecida. Si no regresa esta semana vuelva la siguiente -me dijo un tipo con cara de Bóxer.

    Olvidé lo del denuncio. Llamé de nuevo a sus amigos y nada, ninguno me daba razón. Insistí con sus familiares y tampoco. No sabían nada. Dudaba que fuera cierto. No notaba la desesperación de tener un desaparecido en casa. Tal vez sabían algo que yo no sabía. No me querían contar. Me pareció una perversidad extrema y empecé a odiarlos. Los hubiera golpeado con un bate de beisbol hasta que confesaran, pero soy un pacifista consumado, o un incapaz. 

    De la taza se desprendió el vapor. Puse el plato en la mesa de al lado.

    -Está caliente -me dijo.

    Era evidente. En otro tiempo no hubiera pensado que era una tontería, una estupidez.  Con los años había adquirido su dosis de idiotez, o yo me había vuelto más observador. Además, no éramos los mismos. Tomé el primer sorbo. Me supo diferente.

    Fue hasta la puerta y se recostó de nuevo al marco.

    -Te he extrañado –dijo.

    Miré el lienzo en blanco, como mi mente. La sintaxis dejó de funcionar, las palabras no se organizaron. Sólo un murmullo incoherente en mi cabeza. Detallé mis dedos que jugaban con un pincel. Lo giraban en una coreografía sin sentido. La miré. Sonreía con un leve temblor del labio superior. La vi lejana, más distante que nunca, casi una persona que no conocía. Empezaba a preguntarme qué estaba pasando. Desde mi óptica éramos casi dos extraños.

    -Yo también -le respondí.

    -Es un bonito día.

    -Hará calor.

    -¿Te preparo limonada?

    -Bueno.

    -El supermercado ha crecido.

    -Todo crece, hasta que se acaba.

    -No siempre.

    -Puede ser.

    -¿Ése cuadro es tuyo?

    -De quién más.

    -Claro.

    -¿Cómo está el mundo?

    -Bien, supongo.

    -No le doy mucha importancia últimamente.

    -No te pierdes de mucho.

    -Dicen que el arte sirve para ver el mundo de otra manera y hacerse el pendejo. No hacer        nada.

    -¿Quién lo dice?

    -Yo.

    -Bueno. Tienes derecho a verlo como quieres.

    -Todo lo tuyo está como lo dejaste.

    -Y tú cómo estás.

    -Bien.

    -¿Qué quieres almorzar?  

    -Lo que sea estará bien.

    -Te voy a preparar algo bien rico.

    -Bueno.

     La primera noche sin ella la pasé sin dormir, escuchando el canto de los pájaros extraviados en la noche y la constante cantinela de los grillos. Lejanas sonaban canciones que hablaban de amores perdidos, pasiones traicionadas. Las escuché hasta la madrugada, recostado en la cama, los ojos nómadas en la penumbra. Fueron horas lentas. Por momentos podía escuchar el sonido del reloj, un tic tac monocorde que parecía retrasar el tiempo. Me había dicho no podría vivir sin mí y yo le creí a pesar de saber que nadie es imprescindible, que en el amor como en todo, somos fichas móviles. La noche enorme me dio tiempo para preguntarme cómo haría para vivir sin ella. Imaginé varias maneras con un lugar común: la derrota. El vacío que dejó empezó a llenarse también de rabia. Le iba mal en todo lo que hacía hasta que despertaba y me daba cuenta que también podría ser lo contrario, que podría hallar otro hombre, otro hogar, hijos, otra vida, feliz, lejos de mí. Fueron muchas noches parecidas, hasta que me cansé. Me venció el sueño y el tiempo. Empecé a hacer lo único que podía hacer: construir mi vida sin ella. Necesité muletas para los sueños en los que ella no estaba, muletas para otro futuro, muletas para respirar de nuevo, muletas para no caer en el estatismo, en la inactividad, en la nada. Creo que lo único que quedó fue una bronca, una rabia que siempre ha estado agazapada como un perro que muestra los dientes y espera el momento para atacar.

    Regresó a la cocina. Escuché sonidos de ollas, el chorro del agua, la puerta de la nevera que se cerraba. Fui consciente de otra canción que tampoco conocía. Era como si hubiera estado en otro mundo, viviendo otra vida.

    -Te amo –dijo casi gritando.

    -Yo también –respondí.

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