ÁNGEL DE MI VIDA
Leía de nuevo las cartas amarillentas cuando sintió el aleteo. Pensó que era el viento que entraba por la ventana. Continuó, pero por instantes apartaba la vista de un papel en el que se habían corrido algunas letras por acción de las lágrimas. Miraba a un punto fijo que no estaba fuera sino dentro de ella. Un recuerdo en el teatro de su vida. La segunda vez el aleteo fue más fuerte, tanto que algunas cartas alzaron el vuelo y fueron a posarse en el piso. Esta vez giró la cabeza y miró. Ahí estaba. Se frotó los ojos con la intención de desprender de la retina lo que consideraba era una alucinación. Pero seguía ahí. Empezó a detallarlo con el asombro intacto. Alto, rubio, torso desnudo con pectorales bien definidos. Más abajo, lo que parecía ser una trusa de las que usan los bailarines de ballet. Hasta ahí todo más o menos normal excepto por el hecho de que vivía en un sexto piso. Por dónde entró fue su primera pregunta. Cuando desplegó las alas encontró la respuesta. Eran blancas, grandes y relucientes. Ondeaban con movimientos acompasados. Su desconcierto la mantenía en silencio. Él seguía estático y la miraba de tal manera que empezó a pensar que la aparición era ella. El silencio de pronto se desvaneció cuando él dijo que era su ángel de la guarda. Le pareció que sus palabras ondeaban con la misma cadencia de sus alas y tenían una dulzura de enamorado. Pensó que no creía en ángeles.
-Aunque no lo creas –dijo él.
Sonreía como un galán. Sin duda era bello. Fue suficiente para que empezara a creer. Estaba encantada. La sonrisa, los labios finos, delicados, relucientes, como si usara algún tipo de retoque. Los imaginó suaves. Casi podía sentir el beso, primero tierno, luego apasionado como nunca antes la habían besado. Creyó que él se ruborizaba un poco. Si sabía lo que ella pensaba, lo mejor era fijar su atención en otra cosa. Pensó en su novio y por el hilo del recuerdo se fue, como tantas veces, hasta el momento en que él, oculto tras el biombo de unas palabras enrevesadas le dijo que no volvería.
-El tiempo sana –Dijo el ángel.
-Ya me lo han dicho mis amigas. Pero no es fácil. El tiempo a veces pasa demasiado lento.
-El tiempo…Tus amigas tienen razón –dijo él –. A veces parece que va a durar el resto de la vida, pero cuando sucede comprendes que no era así, que era más fácil de lo que pensabas.
Una semana después eran buenos amigos. No conversaban mucho, porque ella siempre había sido introvertida, poco sociable y él parecía estar en las nubes. La lista de amigos era escasa. Por eso pasaba mucho tiempo en casa, leyendo alguna revista de farándula para alimentar sus sueños sin piso. Imaginaba ser una de las estrellas que desfilaban por alfombras rojas. Leía una y otra vez las cartas de su novio. Sabía de memoria pasajes enteros. Era una manera de mitigar su soledad. La otra era tratar de comunicarse con su nuevo acompañante. Cada vez que tenía la intención de poner algún tema, pensaba que no sabía de qué cosas se podía hablar con un ángel. Aprendía poco a poco. Cada día encontraba más palabras y desenredaba la madeja que permitía encontrarlo.
Además de tener con quien conversar se sentía segura. Se aventuraba por calles que antes estaban vedadas porque imaginaba que hombres sucios y malolientes la asaltaban, la metían a la fuerza por una puerta a punto de derrumbarse y la tiraban sobre un colchón lleno de bichos para violarla. La gente sólo la miraba. Una mujer poco agraciada y poco elegante no parecía un buen botín. Ella recordaba las palabras de él cuando les devolvía la mirada, desafiante: Aunque no me veas siempre estaré contigo. Creía que por eso nadie se le acercaba. Pensaba que muchas personas creían tener su ángel de la guarda, pero no pasaba de ser un acto de fe. Ella estaba segura. Era, según sabía, la única persona en el mundo que lo había visto, y no sólo visto sino que conversaba con él, y no sólo conversaba con él sino que vivía en su propia casa. Él fue un alivio para su soledad. Hasta entonces había vivido sola casi todo el tiempo. Las personas se iban de su vida argumentando incompatibilidad de caracteres.
La situación empezó a cambiar. Se fijaba más de la cuenta en él. Sus ojos la seducían de una manera inédita y sus músculos perfectos despertaban ardores pocas veces sentidos. Con disimulo bajaba la mirada y se estacionaba por un momento en su sexo. De pronto le pareció maravilloso comprobar que sí tenían. Y no sólo eso. La naturaleza, el creador o lo que fuera había demostrado generosidad en su labor. Le encantó que vistiera así y no como el que había visto en una película, con gabardina y pinta de gánster de los años treinta. Sentía vergüenza cada vez que él la sorprendía con la mirada estacionada en el promontorio que se insinuaba, a veces con bastante detalle, a través de la tela suave y delgada de la trusa.
Un día lo sintió diferente justo antes de acercarse. Sin mediar palabra –sólo sus ojos resplandecientes la miraban con una fuerza avasalladora–, la besó con una intensidad que la dejó por un momento suspendida, levitando. Sólo sentía el aire que provenía de su boca. No recordaba un beso igual. Luego la levantó con delicadeza, como si ella fuera la más frágil de sus plumas. La llevó hasta el cuarto mientras refrescaba el aire con un aleteo un poco más intenso de lo normal. Ella creía que era el aleteo de un ángel enamorado. La desnudó con sus manos de malabarista, con paciencia de sabio, mientras se regodeaba en cada descubrimiento de ese cuerpo hasta ahora sólo insinuado a través de ropajes por lo general excesivos. Estaba feliz como nunca antes en su vida. Tal vez por primera vez alguien la amaría de verdad. Sería un polvo divino, pensó, y no le importó si él escuchaba las palabras que se revolvían en su cabeza. Sintió su cuerpo sobre el suyo pero no pesaba. Era cálido de una manera especial y con una piel más suave que la de un bebé. Sus manos fuertes recorrían su cuerpo sin prisa, con ternura de amante experimentado. Creía que él le devolvía con su voz varonil las mismas palabras que ella le decía: Te amo, tú eres mi ángel. Su cuerpo de pronto estaba en la posición precisa para el asalto final que derribaría todas la berreras que había construido desde que se fue su novio, y sentía su sexo palpitar con una fuerza bestial, muy cerca del suyo, ya rosándola, arrancándole gemidos. Todo iba bien como nunca, perfecto, hasta que despertó. La respiración entrecortada no impidió una maldición.
Al verlo al día siguiente comprendió que no había nada que hacer. Lo deseaba. De ahí en adelante su imaginación se deslizó por terrenos compartidos entre sus ensoñaciones y los recuerdos de las películas triple x con las que había llenado los vacíos de algunas tardes solitarias. Aprovechaba cualquier momento para rosar su piel al tiempo que disimulaba los temblores que la recorrían de pies a cabeza. Él fingía no darse cuenta. Ella empezó a aligerar su manera de vestir. Ahora, en vez de camisetas y sobre camisetas camisas, usaba blusas de tiras que le dejaban los hombros destapados. Tampoco usaba sostén para que sus magros senos se insinuaran sin muchas pretensiones. Cambió los jeans y los pantalones anchos por faldas que dejaban al descubierto unas piernas flacas sobre las que sobresalían algunas venas que mostraban sus rutas azules. A veces se agachaba para recoger algo que ella misma había tirado antes, levantando sus nalgas escuálidas. De haberlo visto en ese momento se habría dado cuenta de que él prefería mirar a otro lado. Se preguntó si los ángeles se enamoraban y repasaba en su cabeza las palabras que el diría. Se lo dijo tres meses después cuando creyó ver el brillo del amor en sus ojos. Fue un te amo pronunciado con toda el alma. Las manos le sudaban y tal vez sentía que él intentaba liberar las suyas, pero no se las soltó, no dejó de mirarlo con una valentía que hasta ahora sólo era parte de su imaginación.
El la escuchó con un aire desangelado, las alas quietas, tal vez por primera vez; la mirada, un péndulo que oscilaba entre ella y la ventana que mostraba un cielo de pronto turbio detrás del cual una legión había sido expulsada y lanzada a la tierra para que supieran lo que eran las vicisitudes de los pobres mortales. Tal vez era la raíz de un presentimiento que auguraba situaciones por las que nunca había pasado. A ella no le importó su casi ausencia. Con voz temblorosa, mientras sus manos seguían aferradas a las de él, complementó: y te deseo como nunca he deseado a ninguna otra persona.
Él la miró sin asombro. Ningún gesto, ningún brillo de felicidad, ninguna sonrisa en los labios que pudiera anticipar un yo también. Sólo se abrieron para decir Lo siento, no puedo, no en este momento. Ella sintió que la fuerza que la había impulsado a hablar se desvanecía y que todas las situaciones recreadas en su imaginación con detalles precisos –momentos de pasión, caminatas por la ciudad tomados de la mano para que todos los vieran y sintieran envidia de verla a ella, muy enamorada, de la mano de un ángel, único caso conocido en la historia de la humanidad–, se iban por el caño. La película de su vida feliz acabó de romperse cuando él complementó: Démonos un tiempo. La misma mierda de siempre, pensó ella.
-Cuánto tiempo –preguntó.
-No sé –respondió él.
Apretó las mandíbulas y pensó: maldito engreído, marica, y sonrió con la leve esperanza de que tal vez, con un poco de ayuda de arriba, las cosas cambiaran. Su amor lo ameritaba. Ella hizo todo lo posible para que las cosas se inclinaran a su favor. Intentó mantener conversaciones que se despeñaban de manera inevitable dejando un reguero de frases a medias, respuestas evasivas, oraciones amputadas que se extraviaban en el sin sentido. Las cosas cambiaron. Dios había sido sordo a sus ruegos y sus esfuerzos inútiles porque desde el día en que confesó sus sentimientos, ella se acercaba y él se alejaba. Nunca estaban a menos de cinco pasos. Ya no hubo más roses con su piel y los sueños afiebrados se multiplicaron inclusive en el día, cuando se quedaba ensimismada mientras él seguía con el aleteo monótono que empezaba a molestarla. También empezaba a molestarla su rostro plano, sin emociones, a pesar de que seguía pensando que era un marica engreído.
Todos los hombres son unos putos, mentirosos. Hay que jugar con sus mismas armas, se decía. El sábado a la mañana, antes de salir, le preguntó,
-Estarás esta noche.
-Como siempre –respondió él.
Llegó con dos botellas de ron. Colocó una sobre la mesa, fue a la nevera y sacó una gaseosa que guardaba no sabía desde cuándo. Venga, siéntese, dijo mirándolo y palmoteando la otra silla. Él dudó. Venga, insistió ella. El se acercó con pasos vacilantes. Es que no bebo, le dijo en un tono casi inaudible.
-Todos bebemos alguna vez en la vida.
Ella insistió y él accedió. Se tomó el primer trago. Hizo muecas de desagrado.
-No sabe tan mal –dijo él con el tercero.
-El trago es como algunos momentos en la vida, al comienzo amargos pero después se les va cogiendo gustico.
Hablaron de todo un poco. Entre más pesada se les ponía la lengua a los dos, más brotaban las palabras. Ella corrió la silla para estar más cerca de él. Ahora le podía tocar las piernas con caricias suaves. Sintió que él no se resistía. La primera botella se acabó sin que se dieran cuenta. Tambaleándose fue por la otra.
-Hay que ser precavida. Hubiera sido una maricada tener que salir a comprar la otra –dijo.
Sirvió para él y para ella. Regó un poco sobre la mesa. Le ofreció el trago. Beba, guevón, que Dios perdona, le dijo. Le puso la mano sobre el hombro. Sentía su respiración, el tufo dulce de los ángeles. Se tambaleaban en las sillas.
-Sabe que, marica, yo lo quiero mucho. Usted sabe eso, cierto –dijo ella.
Las palabras le salían cada vez más enredadas, con el acento de los ebrios.
-¿Sabe o no sabe? –insistió ella con tono de enojo.
-Sí –respondió él, entre dientes.
Tres tragos después, lo miró sería. Dejó de tambalearse.
-Lo quiero mucho, marica.
Le sobaba la mano con una ternura infinita. Él también dejó de tambalearse.
-Lo sé.
-¿Y?
-Es que…tengo una confesión para hacerle.
-Diga. Este es el momento para decirlo todo.
-A mí me gustan…los ángeles.
-¿Cómo así?
Se dio cuenta de que él estaba atragantado con las palabras. Su tono se volvió confidencial, amigable.
-Vamos, dígame.
-Me gustan los ángeles. Para ser más claro, me gustan los hombres.
A ella, la niebla del alcohol se le bajó hasta los pies. Recordó que ya alguien más le había dicho lo mismo. Parecía una situación calcada. Retiró el brazo. Se quedó mirando fijamente la copa. No sea marica, musitó. Se tomó el trago.
-Los hombres son unos putos –le dijo con los ojos en sus ojos.
-Yo no soy un hombre.
-Eso veo. Los ángeles son unos putos –corrigió.
-Soy un paria, casi un expulsado.
-Un paria maricón.
Se paró y sintió que todo le daba vueltas. Aferrada a la pared fue hasta su cuarto y sobre la cama lloró hasta que se quedó dormida.
A partir de ese día se dedicó a enturbiar sus pensamientos para que se convirtieran en un enredo inescrutable, una maraña en la que él se perdiera y no pudiera encontrar la ruta de salida. Decidió intentarlo de nuevo. Otra vez le rogó, lloró sin esconder las lágrimas e imploró a Dios. Se sintió vencida por su indiferencia y sus evasivas, y humillada por su sonrisa. Fue hasta el cuarto y regresó con lo que llamaba el remedio contra cualquier maleante que se atreviera a entrar a su casa. Él no se había movido del sillón. Tenía las alas recogidas y el mentón sobre el pecho. Cuando la sintió levantó la cara y la miró. No se movió ni dijo palabra alguna. Sólo volvió a sonreír. Ella apuntó al corazón y con el eco del disparo resonando en el cerebro se preguntó si los ángeles también morían.